martes, 19 de octubre de 2010

Atrabiliaria difusa lucha. II

Atrabiliaria difusa lucha. (Segunda parte)

Me levanté del suelo, y me dirigí a la puerta. Allí me estaban esperando el resto de luchadores. Habían usado técnicas ocultas para prepararse, habían hecho cosas que yo no comprendía. Uno de ellos se había implantado en su cráneo una enorme hoja metálica afilada, y se disponía a investirme con ella como lo haría un rinoceronte. Otro de ellos se cambió una mano por arma de fuego que podía disparar munición infinita. Todos ellos me parecieron grotescos, y por momentos me daban pena. Atacaron, uno corriendo hacia mí como un poseso y el otro disparándome sin miramientos. No fue ningún problema para mí esquivar esos ataques. Me sobraba un pensamiento para hacer que la hoja metálica saliera volando por el techo junto con la cabeza que la sostenía, o que el otro se viera impulsado hacia abajo, destrozándose, mutilándose.

Sobre una pared había un chico pequeño. Estaba colgado con cuerdas, y un plástico negro le cubría todo el cuerpo. Aquello pretendía ser un cebo. No sé cómo querían que funcionara, pero no funcionó. El chico se movía mucho, queriendo salir de ahí, y sin querer consiguió que el plástico cubriera su rostro y sus fosas nasales, impidiéndole respirar, y así murió. Esa sería la única muerte que yo no provocara.

Una chica permanecería impasible y preocupada en una esquina.

El resto del grupo de jóvenes se abalanzó contra mí. Yo me protegía tras los parapetos de plástico, corriendo de un lado para otro, buscando tras los escondrijos a luchadores y luchadoras, y retirándolos y retirándolas del combate. Uno tras otro, todos cayeron. Todos, menos dos. Una chica impasible, y otra chica que había sido compañera mía anteriormente (a mi entender, hacía milenios) de clase de universidad.

Me acerqué a la chica que no era alta, y tenía el pelo liso, moreno y largo hasta los hombros. Le di un abrazo y pretendía darle consuelo, y ella se dejó consolar. Posé una mano sobre su rostro y la dejé allí, junto a sus ojos preocupados y enamorados. Todo era destrucción a nuestro alrededor, pero yo quería crear una burbuja de protección para que no sufriera por todo aquello. Ella era dulce, y yo le demostré dulzura. Le prometí que no le pasaría nada.

La que había sido compañera mía, alguna vez, estaba sentada cerca. Le dije que yo no quería que pasara eso, que yo quería conservar el sentimiento de bondad. “He sentido – le dije – que alguien me ha escogido para que hiciera esto, y de algún modo él lo ha hecho a través de mí. Después de todo, sólo soy humano, debería ser incapaz de aguantar esta lucha”. Ella pareció comprender que lo que yo decía era cierto.

De repente, medio edificio desapareció, destrozado bajo una mano muy poderosa. Apareció ante nosotros un monstruo de casi veinte metros, casi una esfera constituida por carne, grasa y tentáculos que le permitían desplazarse. Tenía un orificio que podría pasar por una boca, formado por algo similar a unas palas de excavadora, una sobre otra, que se abrían y cerraban como lo haría el pico de un gorrión. Sentí en él que era parte de algo mucho más grande. Era una floración de aquella criatura que azotaba al mundo. Una escama que se había desprendido y había cobrado vida propia. Se acercaba a nosotros poco a poco.

Permanecía abrazado a aquella chica. No quería desprenderme de ella, quería seguir aquí. Pensé por un momento que merecía la pena ser aplastado por esa cosa si ello conllevara no tener que separarme de ella. Tanta pereza me daba, desprenderme…

Pero me levanté, he hice que las dos chicas se movieran y fuimos corriendo hasta la puerta que había al fondo de aquel cuarto donde me puse la capa. Sonaban detrás de nosotros aquellos ruidos guturales llenos de furia. Abrimos la puerta y subimos a lo largo de tres pisos por unas escaleras, que nos llevaron a un parque superior, con sus bancos para sentarse y sus pequeños árboles plantados en macetas por la terraza. Alguna vez esto debió de ser bonito.

Había sido elegido para salvarlas, y era el responsable de acabar con la criatura que azotaba al mundo. Ahora me sentía muy perdido, pero mi intuición me guiaba, para guiarlas a ellas, hacia un lugar donde escondernos…

domingo, 17 de octubre de 2010

Atrabiliaria difusa lucha. I

El mundo estaba siendo azotado por una criatura. Podría decirse que se parecía a Godzilla, aunque en realidad no se parecía en nada. Era como una masa de seres florecientes y fluyentes de un centro ominoso. Pude verlo, una vez, a través de los rascacielos de la Gran Ciudad. Sentí que su propósito no era otro que el de la destrucción.

Algunos jóvenes habitantes de la ciudad nos vimos atraídos, por alguna fuerza superior que no conseguíamos entender, a la planta baja de un edificio. No sabía por qué, pero me vi comprometido en una lucha. Dos bandos se estaban enfrentando en una batalla que podría ser, o no, a muerte, y yo estaba dentro de uno de esos bandos. Por algún motivo, mi equipo sólo estaba formado por cuatro personas armadas con armas blancas, y el otro por alrededor de quince, armados con armas de fuego que yo pude verlas, y podría asegurar que la batalla ya estaba sentenciada. Sin embargo, un sentimiento emanaba de las mentes de todos nosotros. Un sentimiento de bondad y comprensión en el que dejábamos de luchar (por Dios, la lucha no tenía sentido) para unirnos y formar un gran grupo. Yo sentí la bondad como la sintieron todos los demás. No hacía falta hablarlo, todos lo sabíamos. 

En ese momento yo me escondía tras un parapeto de plástico, puesto ahí para que nosotros nos protegiéramos. Parecía un campo de paint-ball. No podía ser otra cosa que un campo de paint-ball con esos parapetos puestos de esa forma. Sólo que aquello no eran armas de juguete. Y sus manchas, si las produjeran, no serían de colorines, si no, que sólo serían de un sólo color, y todos sabíamos cual. Veía como dos de mis compañeros se atrincheraban más adelante con palos de madera, y aun más adelante, cinco o seis personas del equipo contrario viniendo hacia nosotros tras una gran y gruesa cortina que parecía separar la estancia en dos. Junto a mi estaba el cuarto compañero. Le miré, y él vio en mis ojos, no sé cómo, que yo había perdido aquel sentimiento de bondad que pudimos experimentar todos. Se asustó y debió augurar algo, pues dijo “no quiero estar aquí”, y diciendo eso salió corriendo y se fue, y nunca más volví a verle. Mucho mejor para él haberse ido, sí, muchísimo mejor. El sentimiento de bondad los había unido entre ellos. Pero no a mí.

Antes de que aparecieran junto a la cortina, yo escapé de allí (aunque en realidad no me hacía falta huir de nadie). Di un salto que se me antojó larguísimo y fui directamente a otro parapeto, alejado de allí, donde había otro luchador atrincherado. Con una barra de hierro no tardé ni dos segundos en destrozarle la cabeza y desparramar la mitad de él por todo el suelo. Seguidamente me acerqué a otra luchadora y le hice tres cuartos de la misma sangría. Todos estaban desprevenidos pues aun conservaban la bondad. Nadie esperaba que yo actuara así. Atacando a quien se pusiera en medio, de este modo, pude llegar a la otra parte de la gran sala, donde había una habitación al fondo con una puerta para entrar, y otra puerta que era una salida de emergencia del edificio. Ahora todos me miraban con ojos de odio, con ojos de “¿Qué haces? ¿Qué has hecho con el sentimiento de bondad?”

Cerca de la puerta de entrada a esa habitación, había una mesa de escritorio que podría ser la de cualquier oficina. Allí estaba una chica con el pelo moreno liso hasta los hombros, no era alta, y permanecía sentada. Le miré a los ojos y pude ver que había algo distinto en ellos. Podrían ser como unos ojos cualesquiera, como el resto de ojos del resto de seres humanos que había en esa sala en ese momento, pero en realidad era como ver un punto rojo mezclado entre cientos de puntos blancos. Sus ojos no tenían odio, ni miedo hacia mí. Tenían preocupación, pues albergaba algo en ella que no quería perder, un sentimiento de cariño. Diría que había amor en ellos. Pedía a gritos que esto acabara.

Me acerqué a la puerta, y sobre una mesa había una capa negra. Entré en el cuarto, y me la puse. Sentí por un momento que yo había sido seleccionado para un fin desconocido. Sentí que yo era el “verdadero ser negro”, la verdadera maldad, y no todos esos villanos de las historias. Yo era el “ideal” de maldad. Me dirigí a una esquina oscura del cuarto y me senté, ocultándome con la capa.

 Esperé unos minutos, y sentí algo de miedo, pues tal vez ellos vendrían a por mí. Pero yo sabía que ellos estaban esperando a que yo saliera. Se estaban preparando para una lucha contra mí… 
...continuará.